miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL 38

Nunca en treinta y ocho años tuvo un solo percance. Si tal vez algunos imprevistos que siempre se resolvieron a su favor. Era un tipo sencillo, trabajador, con una vida que podría considerarse normal exceptuando el ínfimo detalle de su suerte. Nunca había perdido un colectivo, ni se le había roto un auto en una avenida. Jamás había quedado atrapado entre los manifestantes de la Plaza de Mayo, ni entre los de la Plaza del Congreso. Ningún taxista le cobró de más en toda su existencia y su jefe le regalaba dinero para sus vacaciones. Vivía solo. Tenía la misma casa en la que había crecido. Un caserón de dos plantas de estilo inglés en el centro de un laberinto de glorietas, parras y árboles frutales. Pertenecía a sus padres, pero ellos hacía tiempo que se habían mudado a un hogar de retiro, por voluntad propia. Rara vez se inmiscuían en la vida de si hijo.
La excesiva buena suerte de Rubén era motivo de admiración y comentarios en todos los círculos que frecuentaba.
Lo cierto es que él se levantaba todas las mañanas a las 7.00 hs. ya que su despertador jamás fallaba y caminaba por su Adrogue natal para tomar el tren a Constitución. El tren de las ocho es famoso por los codos que se cuelan entre las costillas pero él viajaba cómodamente sentado a pesar de haber subido último al vagón. Hecho que se repetía día tras día. Mientras, leía el diario. El espectáculo era el mismo en el colectivo, media hora más tarde, hasta el momento de bajar cerca del Congreso. La oficina estaba ubicada en la calle Matheu.
Allí, a controlar números durante 9 horas, de lunes a viernes y con una hora de almuerzo, en lo que antiguamente era el comedor de un departamento de dos ambientes, se sentaba Rubén.
Pero la suerte de Rubén iba más allá de los detalles pintorescos del día a día. No había un solo proyecto que no hubiera llevado a cabo y como nunca se había enamorado su suerte en el amor era, en principio, igual que en todo lo demás. Si bien no tenía ese tipo de belleza tradicional las mujeres se le caían de los bolsillos. Y lo que lo volvía aún más irritante era su humor. Su perpetuo y meloso buen humor. Los que llegaban a conocerlo mejor y sabían de su extraña condición aceptaban que era ridículo pretender que se enojara por alguna situación engorrosa porque esta simplemente nunca se presentaba.
De cualquier forma, en el fondo de sus pensamientos de ciudadano común todos coincidían en algo. Era de esperarse que esta sincronización entre la buena suerte y la ubicación de Rubén en el tiempo y en el espacio concluyera.


Era un martes y el reloj no sonó. Rubén saltó de la cama y se metió en la ducha. El calefón se había apagado. Tuvo que bajar las escaleras de roble empapado de pies a cabeza y medio muerto de frío para prenderlo. Se metió de nuevo bajo el agua y puteó por primera vez en su vida desde el fondo del alma. Bajó nuevamente a graduar la temperatura del artefacto, que había quedado al máximo.
Llegó a la estación a tiempo porque evitó desayunar, pero no le sirvió de nada ya que el servicio estaba demorado por una protesta de los empleados ferroviarios que reclamaban el pago de haberes atrasados. Ni siquiera pudo comprar el diario porque el resto de la gente que esperaba había llegado antes.
Las paradas de colectivo se volvieron inaccesibles en el mediano plazo por lo que Rubén se resignó a perder la mañana esperando que llegara su turno de subir o que se reestableciera el servicio de trenes. Quiso llamar al trabajo para avisar, pero su teléfono estaba sin batería.
Finalmente llegó a Capital, que por ese momento ardía en bocinazos. Fue entonces cuando se enteró de las tres manifestaciones que conmocionaban el centro y microcentro de la ciudad, y a las que detestó escasos tres minutos después de haberlas padecido personalmente. Después de sortear las pancartas, las contra-pancartas y los vallados policiales, es decir bien pasado el mediodía, cuando ya había llegado a la puerta de su oficina y se imaginaba una taza de café humeante cayó en la cuenta de que había olvidado las llaves en el otro pantalón.
El tiempo pasaba. Rubén había decidido esperar en un bar la llegada de su compañero que, era de suponer, se había encontrado con los mismos obstáculos que él. Su buen humor aún después del trastorno del viaje, parecía inalterable. Incluso después de que el señor que estaba a su lado prendiera un habano que impedía cualquier intento de respirar.
Un rato después veía a su colega doblar la esquina con el saco en la mano, la corbata torcida y evidentes signos de hartazgo. Luego del intercambio de opiniones acerca de los acontecimientos del día entraron ambos a la oficina y se dispusieron a trabajar. No hubo incidentes extraños durante el resto de la tarde.
La protesta ferroviaria seguía por lo que Rubén se encaminó directamente a tomar el colectivo. La cola y luego la combinación con la línea siguiente fueron un caos y se dijo a sí mismo que ni siquiera una suerte como la suya podía sortear el escollo que implicaba la falta de medios y el exceso de pasajeros. Llegó a su casa agotado, odiando todo lo concerniente a los medios de transporte público y sacando cuentas mentales para saber cual sería el costo de tener un auto propio. Recordó con fastidio que tenía que preparar la cena. Se fue a dormir sin comer.
El día siguiente no fue mejor. Ni el siguiente. Ni esa semana.
Lentamente el humor de Rubén se vio afectado, aunque sin llegar a extrapolarse. Ya no sonreía en forma permanente ni intentaba ver el lado positivo de los acontecimientos. Más bien comenzaba a odiar la idea de ser un hombre silvestre. Sus ojeras se volvieron significativas y una mañana, frente al espejo descubrió que le había salido su primera cana. Para cualquier hombre de treinta y siete años una cana más o una menos no hace diferencia, pero tanto el padre como la madre de Rubén podían presumir de haberse jubilado sin ninguna.

Ese viernes cenábamos juntos. Habíamos hablado de un restorán en la calle Defensa que estaba ampliamente recomendado por todos los que frecuentaban San Telmo. El vino de la casa era barato y aceptable y la parrilla era decididamente buena. De cualquier manera no logré averiguarlo esa noche sino uno meses después, cuando fui acompañado de una señorita, pero esta es una historia que no viene al caso ahora.
Rubén y yo nos conocíamos desde la infancia. Habíamos ido juntos al colegio y debo decir que probablemente jamás me hubiera recibido de no haber sido por él. Teníamos una catarata inagotable de anécdotas que crecía cada fin de semana.
Yo me había divorciado poco tiempo antes y en esos días me mudé a su casa y nos dedicamos a rememorar viejas historias a fuerza de asado y cualquier bebida que cumpliera con los requisitos. Finalmente, después de un par de quincenas, antes de que todo el asunto empezara, me alquilé un departamento en Once.
Estaba sentado en la mesa junto a la ventana, tomando una copa del vino y esperando que Rubén apareciera para poder pedir la comida de una buena vez cuando sonó mi celular.
—Soy yo. Necesito que te vengas para la comisaría XX. ¿Tenés para anotar la dirección? Te la paso.
Anoté sin entender nada en la servilleta de papel con la que me había limpiado la boca antes de hablar.
—De paso hacéme el favor de llamarlo a Martín Vieytes y decirle que se venga que necesito un abogado. Te explico cuando llegues. Tengo que cortar. Un abrazo.
Pagué, o dejé la plata del vino en la mesa, para ser más exactos y salí a tomarme el primer taxi que encontrara, que como es normal tardó mucho más de lo apropiado para semejante contexto.
El sector de las celdas estaba alejado de la sala en la que tuve que esperar. Vieytes me había llamado para avisarme que estaba en la esquina hacía más de 15 minutos y seguía sin aparecer. Finalmente tuve que acceder a que llamaran a un abogado de oficio. Bastante tiempo y una considerable cantidad de dinero después, Rubén salía en libertad condicional.
—Qué raro Vieytes... — fue todo lo que dijo en los cuarenta minutos de viaje.
Yo preferí esperar para preguntar.
Cuando llegamos al caserón nos encontramos con que no había luz. Ni se inmutó. Simplemente empezó explicarme toda su semana en un tono monocorde y maquinal que debo reconocer me asustó un poco. Más aún en la oscuridad de una casa ya de por sí oscura.
Me tranquilicé cuando prendió las velas y puso a hervir el agua. El se hizo un té de tilo y a mí me sirvió un café.
—Resulta que ahora soy entregador de un robo millonario... ¿no es gracioso? — se despachó después del primer sorbo. No pude menos que atragantarme hasta toser.
—¿Qué? ¿Me estás jodiendo? Yo pensé que había sido algún accidente o un cliente descontento o algo así... Pero esto... ¡es ridículo!
—Viste lo caprichosa que es la suerte ¿no? Robaron al lado del estudio. Parece que entraron por mi oficina, rompieron la pared y se llevaron todo. Y el único que tiene llave de ahí soy yo. La puerta no estaba violentada. Y no tengo coartada.
No pude decir nada. Nos quedamos un rato en silencio. Terminamos nuestras infusiones y nos fuimos a dormir.
La habitación para visitas estaba al lado de la de Rubén y como me era imposible conciliar el sueño me quedé mirando el techo, lo que en la oscuridad es una mera forma de decir. Cada tanto escuchaba el ruido de un cuerpo que se retorcía entre las sábanas del otro lado de la pared.
Ya era de madrugada cuando empecé a sentir que el colchón me tragaba y que no podía oponer resistencia. Mis pensamientos empezaban a divagar cuando escuché los golpes en la puerta. Al principio formaban parte de un sueño que no recuerdo con claridad, pero luego terminaron por despertarme. Eso y los gritos por megáfono.
Era la policía. Tan ingenuo como sólo puede serse recién levantado pensé que venían a avisar que todo había sido una confusión. Pero no. Tuve que sentarme. Vieytes había aparecido muerto en Puerto Madero hacía escasas dos horas y los últimos teléfonos que estaban registrados en su celular eran los nuestros. Nos subieron al móvil policial esposados.
La cara de Rubén en ese momento era inclasificable. La palidez era notoria, el ceño estaba fruncido, pero lo que más me impresionó fue la mirada. Me dio la sensación de que se estaba dando por vencido en ese asiento sucio de patrullero.
Tardamos escasos diez minutos en llegar a la comisaría. Nos bajaron del auto un poco a los empujones y otro poco también y entramos a una sala iluminada por una bombita que colgaba del cable en el centro exacto del techo. No tenía ventanas y tenía un olor insoportable a encierro. Si me hubiesen dejado ahí más de un par de horas hubiera terminado por confesar que, además de matarlo, a Vieytes me lo había comido. La opresión, la falta de sonidos más allá del tip tip de la máquina de escribir. Terminé desarrollando tal fobia a esas máquinas que no puedo escuchar el tipeo sin transpirar frío. Existiendo las computadoras creo que su única razón de ser era la enfermedad de quien tomaba la declaración. Porque el turro lo disfrutaba. Sonreía mientra a mi me caían gotas de transpiración por la frente tratando de hacerle entender que no podía decir nada del “oksiso” porque nunca me había atendido el teléfono.
Me tuvieron dos horas sentado mientras me preguntaban más y más cosas sobre el día y la noche que para ese entonces ya se había acabado del todo. Recuerdo que después de eso me llevaron a una celda que encajaba con la descripción básica de una celda de comisaría y me dejaron ahí.
Rubén apareció varias horas después con claros signos de haber sido golpeado. Le pedí al guardia unas gasas pero siguió con su paseo por el pasillo.
Parecía resignado, cosa que me preocupó bastante. Quise darle ánimos diciéndole que no había forma de inculparnos pero después de decirlo recordé que él había salido de una comisaría pocas horas antes así que no agregué nada más. Después de algunos minutos de silencio me pidió que le explicara que había dicho en mi declaración y me di cuenta de que se quedaba pensando en algunas cosas en particular.

Ya quería bañarme y afeitarme. Mi aventura empezaba a durar demasiado. El cansancio me venció y me dormí en eso que llaman camastro, aunque yo más bien recuerdo un asiento duro. Cuando me desperté unas horas después me di cuenta. Rubén había desaparecido.
Dos horas más tarde un guardia se acercó y amablemente me invitó a seguirlo. El Comisario me esperaba.
Me sacaron las esposas, me ofrecieron café y me invitaron a sentarme con una cordialidad dudosa. El hombre que estaba delante mío tenía más cara de funebrero que de comisario y me miraba mientras fruncía los labios o de a ratos el entrecejo. Por fin habló.
Rubén había confesado y su confesión me dejaba libre. Me devolvieron mis pertenencias y me pidieron disculpas por la confusión. Por alguna razón les agradecí, aunque me reproché ese gesto durante mucho tiempo, unas vez que llegué a mi casa.
Antes de salir le pedí a un cabo que me dijera algo de mi amigo. Aparentemente había sido trasladado y estaba incomunicado hasta nuevo aviso.

Me puse el saco y sentí algo extraño en el bolsillo interno. Esperé a estar a un par de cuadras y lo saqué del bolsillo. Era una nota de Rubén. Nunca pude descubrir como ni en que momento la puso ahí pero no podía abrirla y leerla allí así que frené un taxi y tomé distancia de la situación. Llegue a mi casa media hora más tarde. Entre otras cosas el viaje me había recordado que nunca había llegado a cenar, así que me preparé algo para picar y me senté a leer.
No tiene sentido explicar la cantidad de detalles que Rubén daba en esa carta pero lo cierto es que a pesar de ser una absoluta locura, la idea de que realmente pudieran esperarle otros 37 años de una suerte diametralmente opuesta a la que había tenido me parecía tan verosímil que no pude más que adoptarla en el mismo momento en que terminé de leer.

No recuerdo cuanto tiempo pasó sin ninguna noticia del penal, pero recuerdo la mañana en que llegó la carta. Parecía que Rubén había recuperado su buen humor eterno. Después de algunos chistes sobre la comida y sobre sus compañeros de habitación, como los llamaba, me invitaba a visitarlo el siguiente domingo, el día de su cumpleaños. Era una costumbre que me avisara porque las fechas nunca fueron mi fuerte.
Sentado en mi sillón, al sol de la mañana y con el café humeante en la mano todo parecía más agradable, y recibí las noticias con la alegría de quien recibe la postal de viaje de un amigo vagabundo. Incluso la frase dedicada a su suerte me pareció divertida “...no voy a vencerla, pero tampoco voy a ser su juguete. Espero poder agarrarla distraída...”.

Todavía tenía la sonrisa amplia y relajada cuando sonó el timbre. Dejé la carta sobre la mesa ratona, me puse las pantuflas y abrí con total desparpajo la puerta.
Parado frente a mí había un oficial de la policía Federal.
De golpe me encontré insultándome mentalmente por no haber preguntado quien era. Mi cara debe haberse desfigurado porque el hombre me preguntó si quería que me ayudara a sentarme. Para ser franco yo estaba aterrado. La sola idea de tener que volver a prestar declaración frente a esa máquina de escribir taladrante me daban ganas de vomitar. Quería correr y salir de ahí cuanto antes pero era obvio que la posibilidad de escapar era nula, así que opté por preguntarle al tipo el motivo de su irrupción en mi mañana perfecta.
Como toda respuesta me llamó por mi nombre mi nombre y cuando confirmé mi identidad con un movimiento de cabeza me preguntó si conocía a Rubén Ayala, a lo que también asentí. A esta altura ya estaba seguro de que todo el asunto de la suerte no había terminado y que yo iba a ser una victima más de las circunstancias, al igual que mi amigo. Es sabido que en este país la justicia la imparte Luis, el Rey de los Orangutanes.
Estaba estirando los brazos para facilitarle al cristiano su trabajo cuando me soltó la noticia.
Boqueé. Aunque no sirvió de nada porque el aire seguía sin entrar en los pulmones. Agarré al policía de la pechera y lo sacudí al grito de “¿Está seguro?”, pero él estaba bien seguro y sacó el papel que lo certificaba.
Rubén había muerto. Lo afirmaban un médico forense y tres testigos presenciales. Se había atragantado con un hueso de pollo el día anterior y se había asfixiado.
Tuve que sentarme y en ese momento vi por primera vez la fecha de la carta. Algo tuvo que retenerla porque tenía más de una semana de escrita.
La muy hija de puta de su suerte se la ganó de mano.

lunes, 4 de febrero de 2008

LA BEBA


El espejo no estaba empañado. Sin embargo su cara era borrosa. El gusto a whisky y tabaco rancio le recordaban que la de anoche había sido otra de esas noches.
Pensó que estaba empezando a cansarse. Lo pensó mientras se metía en la ducha. Lo pensó cuando el agua caliente le caía en la nuca. Es posible que desde ese día nunca haya dejado de pensarlo.
Beba era una mujer apasionada. Una mujer de esas que se están yendo. Caderas anchas, ojos oscuros y siempre maquillados. Su porte evidenciaba la madurez que brinda la experiencia. Una cierta elegancia rea en la forma de caminar, de mirar, de llevar la bolsa de las compras. Un destello de desafío.
—Tiene mirada fuerte, La Beba— decían en Constitución las viejas, cuando tenía unos diecisiete y desparramaba corazones por las dos veredas, vestida de domingo.
Porque sí, Beba es lo que quedó de La Beba después de dos décadas y media de recortes presupuestarios y olvidos.
Nació llamándose Milagros de las Mercedes Muñiz. Algo tenía que ver su nombre con una tía muerta y el santoral, pero ya ni siquiera ella se acuerda. Era la menor de cuatro hijos y la única mujer.
Cuando cumplió los doce la vecina de al lado vaticinó que iba a ser la más linda de Constitución y de los barrios aledaños, y nadie le hizo caso. Pero todos se acordaron de la señora cuando La Beba festejó sus quince años con un vestido rosa lleno de gasas y encajes y un escote perfecto.Fue perdiendo cosas. La inocencia, la virtud, el trabajo, la casa. Y pasó de ser La Beba, con admiración y una envidia mezclada con nostalgias entre el chusmerío, a un La Beba más sórdido, más meloso, rodando de bocas a oídos de hombres casi tan vacíos como el cuarto de pensión en que vivía.
Después se volvió despectivo y finalmente, con la mudanza a Parque Patricios, quedó simplemente en Beba, la mujer de la esquina de 24 de Noviembre y Brasil, “tan elegante y educada” según las viejas del barrio nuevo, iguales a las del otro. Porque, según Beba, las viejas chusmas nacen viejas y nacen chusmas, y nadie puede hacer nada para evitarlo, y son todas hermanas y se comunican entre ellas de maneras raras y por teléfono, para que no se les escape nada.
Estaba segura de que iban a averiguar sobre su vida pasada.
***
Cerró la canilla y manoteó el toallón. En el revoleo se acordó que no tenía apuro porque ese día no trabajaba. Se acordó también de todo el tiempo que llevaba sin acordarse de su adolescencia. Y se dijo que era mejor no seguir pensando. Así que preparó un café cargado en el calentador y se sentó en la mesita, al lado de la ventana.La pieza no era ni grande ni chica. Tenía espacio suficiente para comer y dormir, y para traer alguna visita de vez en cuando. No había muchos muebles, ni mucho de nada, pero a ella le alcanzaba. El baño, por lo menos, no era compartido.
Tenía paz. Nadie la miraba de reojo. Nadie susurraba por lo bajo.
Algo se le cruzó por los ojos, eso que los tangueros llaman una sombra en la mirada, y, sin embargo, no era una sombra. Tampoco eran recuerdos. Simplemente algo que le hizo terminar el café de un solo trago y putear por haberse quemado.Se vistió a las corridas pero no salió de la piecita sin haberse maquillado antes. Corrió hasta el parque y en Caseros tomó el colectivo a Constitución. Bajó en la plaza. Iba tranquila.
Caminaba despreocupada y nadie hubiera adivinado que buscaba un lugar preciso o que se dirigía a algún lado en particular, pero de golpe frenó en seco y tocó el timbre.
Alguien gritó desde adentro y, mientras esperaba, se dio cuenta de que habían cambiado el color de la puerta. Había hecho todo tan rápido que se le estaban escapando los detalles.
Finalmente, un hombre morocho y con cara de buena gente abrió la puerta. Tendría unos 40 años pero era fuerte y se le notaba el trabajo físico. Beba le descubrió tres momentos en los ojos: sorpresa, una alegría tímida y una preocupación palpable.
—Entrá, querés. ¿Te vio alguien?
—No, Dardo, no me vio nadie. ¿Así me vas a saludar?
—Que esperás, hace cinco años que no tengo noticias tuyas.
—La Paula me cuenta siempre de Uds. Sabés que la veo, podrías preguntarle, ¿no?
—Sí. ¿A qué venís?
—Quería hacerte una pregunta.
—Decíme.
Beba bajo la mirada y dejó un suspiro a medias para levantar la cara con la expresión absolutamente cambiada.
—¿Quién fue el turro que dijo que yo era puta? —le escupió con toda la firmeza de la que eran capaces sus ojos.
Dardo se atragantó con el mate y se le llenaron los ojos de lágrimas. Beba no supo si por la pregunta o por el ahogo.
—No sé de que me hablás, Mercedes. Qué voy a saber yo de eso.
—Vos sabés y no te hagas el estúpido. Quiero que me digas quién fue el hijo de puta que desparramó eso por el barrio.
—Pasaron más de diez años, Mercedes...
Era cierto. Pero Beba no podía olvidarse. La bronca se le volvía sequedad en la garganta.
***
Como todas las tardes de domingo, cuando anochecía, la gente salía a tomar mate a la vereda. La familia Muñiz no era la excepción. Y como su madre había muerto cuando ella era chica, Mercedes era la encargada de cebar. Don Muñiz decía que los mates de su Beba eran los más ricos de la cuadra, así que muchos vecinos se acercaban a la puerta azul, para confirmar sus dotes de cebadora y, de paso, mirarla un poco más. Esos eran los tiempos felices.
Mercedes todavía recuerda la cantidad de gente que fue al entierro de su padre. Parecía todo el barrio. Había cumplido los dieciocho la semana anterior y la farra había durado toda la noche. Le parecía mentira que el hombre que había bailado hasta las seis de la mañana no fuera más que eso que se veía en el cajón.
Como era lógico, consiguió trabajo en seguida. Después de todo era La Beba Muñiz. Sus hermanos se fueron yendo cada uno por su lado. Beba se quedó sola en la casa paterna. A veces, Dardo iba a visitarla y pasaba la tarde tomando mate. La chica con la que se había ido lo dejó plantado, pero ya no tenía ganas de volver a una vida en familia. A Beba empezaban a asustarla las costumbres de su hermano, que había dejado de disimular su gusto por el juego y las peleas. Y también el aire de camorreros de todos sus amigos.
***
— Diez años no son nada, Dardo. A mí hay más de uno que me debe unas cuántas. Vos sos mi hermano y tengo la sospecha de que sos de los que más me deben.
—Bebita....
—Bebita me decía el papi. Para vos sigo siendo Mercedes hasta que me digas qué es lo que sabés de los rumores y de aquella noche.
Siempre había querido escaparse. No podía enfrentarse a todo.
***
Esa tarde había ido al hipódromo y había perdido hasta el ultimo peso. Es más, había jugado de prestado y no consiguió ganar nada.El Turco era un tipo raro. Por eso Dardo no dijo nada cuando le perdonó la deuda.
—Ya vamos a arreglar como me pagás esto.
—Un día de éstos me voy a tirar a la Beba Muñiz— dijo el Turco ese sábado a la noche. Los amigos lo miraron entre sorprendidos, envidiosos e indignados. Sobre todo Dardo. Dardo, que sentía cómo las miradas se le clavaban en la nuca, pero pensaban en su entrepierna. Pero él si tenía pelotas y lo iba a demostrar. Se paró, pero, antes de que dijera nada, el Turco le hizo una sola seña. Dardo se sentó. Entendía perfectamente por qué le habían perdonado la deuda. Ahora él tenía que lavar la mano que había lavado la suya.
Cerró la boca.
***
—No sé, Mercedes, ¿Qué querés que te diga? Yo nunca quise meterme, sabía que no era cierto y ya.
—Pero nunca me defendiste. Y sabés que el rumor lo hicieron correr tus amigos. ¿Por qué no los frenaste? Tan compadrito que parecías los domingos en los burros. Y dejaste que me ensuciaran así. Dejaste que pasara lo que pasó. ¿Estás seguro que no tenés nada para decirme?
—Sí, estoy seguro. Si me acuerdo de algo...
—Está bien, Dardo. No te preocupes.
Beba volvió a la plaza y tomó el colectivo de vuelta.
La convicción crecía. Se bajó de nuevo en el parque, pero ésta vez lo cruzó en la dirección opuesta a la de su casa. Sabía que al otro lado del parque podía encontrar ayuda. Siempre que había necesitado algo, había tenido que cruzar ese parque para conseguirlo.
El café cargado que había quedado de la mañana estaba humeando. Prendió el cigarrillo y se sentó con la taza en el borde de la cama. Encendió la radio y puso música tranquila. De nuevo se le notó aquello en los ojos.
Pensaba. Pensaba como había pensado al levantarse mientras el agua le corría por la espalda. Las imágenes seguían siendo nítidas después de tanto tiempo. Iba planeando lentamente lo que tenía que hacer.
Abrió la botella de whisky y se sirvió mucho más que una medida doble. Prendió el segundo cigarrillo antes de apagar el primero. Iba a ser otra de esas noches, una vez más. Se durmió muy tarde. La botella estaba casi vacía y ya no le quedaban cigarrillos. La decisión estaba tomada. Las viejas del barrio nuevo se habían enterado. Cuando salió del almacén escuchó a una diciéndole por lo bajo a otra, “Parece que mató a un hombre...”. Sonrió con malicia, alzó la cabeza, taconeo aún más, si acaso era posible, y dejó desentumecerse por un minuto el porte de hembra de raza que tenía y que aprendió a esconder para pasar desapercibida.Las viejas se callaron.
***
Estaban a solas. Le pesaba decir lo que iba a decir porque sabía en lo que se metía. Pero necesitaba la plata.
—Necesito que me habilites unos mangos, Turco. Tengo una fija el domingo.
—Ya me debés bastante, Dardo. ¿Como pensás pagarlo? Sé que tenés la escritura de la casa de tu viejo.
—La casa es de los cuatro, Turco.
—Pero la escritura la tenés vos y, que yo sepa, nadie hizo ningún tramite todavía. Te digo qué... Yo te doy la guita si vos me das la escritura y cuando me pagues te la devuelvo. Si querés lo dejamos por escrito.
—No, Turco. Pedíme cualquier otra cosa. Pero la casa del viejo no la puedo tocar.
El Turco lo miró. Sé hizo un silencio que se rompió con un lacónico tu hermana.
***
La Beba no supo lo que pasaba hasta que Dardo le dijo que tenían que mudarse. Había caído con la valijas 3 meses antes y se había instalado en la casa paterna. Todos sabían que lo poco que ganaba haciendo changas de albañil, lo jugaba. Su mayor afición eran las carreras, pero también jugaba a los naipes y cada tanto organizaba alguna riña de gallos.
La casa de los Muñiz se transformó en un desfile de personajes entre siniestros y patéticos. Y el vino barato corría a raudales.
Cuando Mercedes llegaba cada noche de la panadería se encontraba con el mismo espectáculo. Cinco o seis caras enjutas detrás de un manojo de cartas, alguna damajuana tirada y gritos que no paraban hasta la madrugada. Más de una vez tuvo que esquivar un pie o un brazo de alguno que se había quedado durmiendo la borrachera debajo de la mesa para salir a trabajar.
Incluso, más de una vez le faltó plata de la cajita de sus ahorros. Pero no dijo nada. Masticaba callada la bronca contra su hermano.
Una de esas noches conoció al Turco. Le pareció un personaje raro y oscuro, y le dijo a Dardo que no lo quería ver de nuevo en su casa. Pero a partir de ese día, y hasta la mudanza, el Turco cayó todas las noches. No jugaba. No tomaba. Se sentaba en un sillón y fumaba. Y no le sacaba los ojos de encima.
***
Era un 3 de diciembre cuando Dardo le tiró una valija de las que había traído y le dijo:
—Juntá tus cosas que nos tenemos que ir.
—¿Cómo?
—Ya escuchaste. Buscáte una pieza en algún lado. Yo me voy a lo de alguno de los muchachos.
—Dardo, ¿qué pasó? ¿Tenés algún problema?
—Dejá de perder tiempo y juntá tus cosas.
—Decíme que no perdiste la casa, Dardo— gritó La Beba, aunque sabía de sobra que no iba a conseguir respuesta porque era claro que ésa era la razón del apuro. Se puso como una fiera.
—¿A quién le diste la escritura? Dardo, esta casa es de los cuatro ¿Cómo pudiste perderla en los caballos, o en lo que mierda sea que la hayas perdido? ¡Decíme a quién carajo le diste la escritura y cuanta guita debés!
Dardo contestó con voz suave. Había algo extraño en la manera de pronunciar.
Mercedes escuchó el nombre y creyó no conocerlo.
—Le dicen El Turco —agregó su hermano...
***
La piecita era chica y el baño era compartido, pero como la conocían no le cobraban mucho. Estaba al lado de la panadería.
Su casa paterna se convirtió en un conventillo. Todos los amigos de su hermano se habían instalado en ella. Iban y venían borrachos, dormían en cualquier lado y las luces se apagaban casi de día. Después de un tiempo, Dardo volvió a vivir ahí. En el barrio empezaron a llamarla El Casinito.
Milagros de las Mercedes Muñiz salió del baile como de cualquier otro baile y enfiló para la piecita. Unas cuadras antes de llegar, en una esquina, se topó con un grupo de compadritos que habían tomado de más.
—Ahí va la Beba Muñiz — dijo uno— ¿Quién lo hubiera pensado? Che, Bebita, ¿cuánto estás cobrando? Que calladito que te lo tenías ¿no?— No disimules más, Bebita, ya sabemos como pagás la pieza— insistió el fulano.
Se dio vuelta en seco y los miró fijo, con la sangre en ebullición. El que había hablado la encaró. La Beba se plantó bien firme.
—Están borrachos— gritó— pero eso no les da derecho a decir lo que están diciendo. Conocen a mi hermano. Así que mejor nos respetamos.
—Sí, lo conocemos. ¡Dale Bebita! Ya sabe todo el barrio que estás laburando de noche. No te hagas la estrecha con nosotros. Después de todo, somos amigos de Dardo. Es más, prometo pagarte doble... — dijo mientras estiraba la mano intentando agarrar a Mercedes de la cintura. Se encontró con un tortazo importante en el camino.
Ella se dio media vuelta para esconder el susto y la sorpresa y caminó mucho más rápido.
Llegó a su casa. Por primera vez sintió que necesitaba algo fuerte para pasar el mal trago.
Se sirvió un whisky y lo tomó como una principiante.
Una frase no se le iba de la cabeza, pero empezaba a darle vueltas el mundo. Se fue a dormir.
Fue paulatino. Lo primero que notó fue el cambio en las miradas.
Las de los hombres se habían vuelto soeces, lascivas. Las de las mujeres en cambio eran demoledoras.
En la panadería el espectáculo era el mismo. Hombres que la miraban y mujeres que les partían las costillas a codazos. De a poco hubo clientas que dejaron de aparecer y cada tanto Mercedes las veía hablar por lo bajo con los dueños del local y mirarla de costado.
Siguieron murmullos y algún que otro insulto por la espalda cuando pasaba. Gente que dejó de saludarla y señoras que antes le regalaban moños para el pelo que cruzaban de vereda para no tener que charlar con ella.
La rabia de La Beba crecía. Esa frase seguía dándole vueltas en la cabeza. Y siguió creciendo hasta la noche en que los rumores le costaron la piecita y el trabajo. Esa noche la rabia dejó de crecer. Esa noche se enquistó.
***
—En otro momento, nunca habría venido a pedirle nada, pero no tengo donde ir. Conoce a mucha gente, necesito una casa y un trabajo...
—Me dijeron que ya tenés un trabajo... Es más, dependiendo de que tan buena seas podrías llegar a quedarte acá y todo... —dijo riéndose.
Mercedes iba a dar media vuelta cuando la mano se le enroscó en el brazo para frenarla.
—Yo ya sé que son rumores y nada más. Lo que no entiendo es por qué estás en mi casa a las dos de la madrugada en lugar de estar tocándole la puerta a Dardo.
—No quiero hablar de eso... todavía. ¿Me puede ayudar o no?
—Pasá y esperáme.
Ella dudó. Pero se dijo que era tarde para andarse con dudas. ¿Qué otra cosa podía perder que ya no estuviera dada por perdida de antemano?. Entró y se sentó en una baqueta. Quince minutos más tarde los dos caminaban por Avenida Caseros. Así fue como conoció Parque Patricios. Cerca de la calle Colonia frenaron frente a una puerta. Golpearon y abrió una señora en camisón. El abrazo fue inmenso y largo. Se hicieron las presentaciones y se rindieron las explicaciones del caso.
—Quedáte tranquilo sobrino. Acá se puede quedar lo que necesite.
***
Dardo y El Turco compartían un vino malo y un mazo de naipes nuevo. Dardo transpiraba. Dardo resoplaba. Dardo había vuelto a perder. Había vuelto a perder lo que le habían prestado para pagarle al Turco lo que le debía.Lo tenía delante con su cara impávida y esa mirada que lo hacía verse tan raro. Porque el Turco nunca miraba nada ni a nadie. Daba la impresión de que en realidad cuando hablaba se hablaba a si mismo o a algún ser superior que solamente él veía.
—¿Y ahora? — dijo — ya no le podés pedir guita a nadie. Si me hubieras dado la escritura a mi, todavía tendrías una casa, pero sos tan boludo que fuiste con el ruso y ahora no la vas a recuperar ni con el gordo de navidad. ¿Cómo me vas a pagar?
***
Consiguió un trabajito modesto y se alquiló una piecita de nuevo en el barrio.
Una tarde de domingo hizo la mudanza. Las viejas se escandalizaron. Los hombres la comían con los ojos. Terminó y fue hasta la casa de su hermano. Lo encontró solo y preocupado. No le importó.
—¿Sabes que eso no es cierto, no?— le preguntó con voz autoritaria.
—Sí.
—¿No vas a hacer nada para ayudarme, perdí el trabajo, perdí la casa ¿ni me preguntas donde vivo?
—¿Qué querés que haga? No le puedo hacer frente al Turco yo solo.
—¿Qué tiene que ver el Turco en todo esto?
—¿Qué otro podría haber dicho que vos eras puta? Él estaba loco con vos y vos nada...
—¿Estás seguro Dardo? preguntó La Beba entre sorprendida y desilusionada
—No, seguro no estoy pero ¿quién más pudo ser?
—Otra cosa Dardo, ¿es el Turco el que tiene la escritura de la casa?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque creo que es hora de que les avisemos a Carlos y a Raúl. Yo conseguí trabajo, en una de esas entre los cuatro...
—Ya les avisé. No les interesa.
—¿No les interesa? ¿Cómo puede ser que no les interese?
***
Beba se dijo que no le molestaba. Era mentira. Había pasado toda la vida escapándose de esa muerte. Se le aparecían de nuevo los últimos momentos de todo ese episodio.
Supuso que para esa hora las viejas de Parque Patricios ya habían averiguado que el hombre al que ella había matado era el Turco. Volvió a reírse.
La decisión había sido tomada y ya había conseguido la ayuda necesaria. Todo estaba en marcha.
***
Mercedes se había ido de la casa de su hermano aguantando las lágrimas de impotencia. Camino por ahí. Llegó a una zona fea del barrio. Había un par de conocidos del tiempo en que vivía con Dardo. De golpe algo se le desató por dentro. Se acercó a hablar con ellos.
***
La Beba sacó el revolver de la cartera, le apuntó a la cara y secamente le indicó que entrara.
—¿Qué carajo pasa?— dijo el Turco, en calzoncillos y con cara de no entender absolutamente nada.
—Pensé que dentro de toda tu porquería eras el que más códigos tenía. Hoy hablé con Dardo.
—¿Y eso a qué mierda viene?
—Vamos a hacerla corta. Dame la escritura.
—Así que Dardo te dijo que yo tengo la escritura— contestó con un dejo de ironía. —Hacéme un favor, sentate y escuchá— pidió.
Pero La Beba decidió no sentarse.
La cara de La Beba esa noche era fantasmal.
Algunos la vieron caminar por la calle y la saludaron, pero no contestó. Iba tratando de digerir lo que había pasado. Pero no podía.
Se fue a su casa y se encerró a llorar.
Dos meses después la policía dio por terminada la búsqueda del cuerpo de Julían Chammas, conocido como “El Turco”.
***
Había trabajado toda su vida y nadie le había regalado nada. Los últimos diez años los pasó yendo de una pensión a otra. De un trabajo de mierda a otro. Beba quería algo para su vida. Pero nunca supo muy bien qué. Ahora en su pieza llena de olor a humo recordaba el pacto que había hecho. Recordaba la indignación. Sentía la bronca que había renacido la tarde anterior.
—Dardo volvió a mentirme— se dijo.
—Es mi hermano— se dijo. Y se maquilló.
Fue a hablar como tantas veces había tenido que hacerlo, con la dueña de la pieza.
La dueña le explicó que tenía que irse. Le dio una serie de excusas y razones sin sentido que Beba no escuchaba porque las conocía de memoria. “Si señora, no se haga problema, mañana saco todo. Prefiero arreglar las cuentas ahora” contestaba maquinalmente mientras miraba vaya uno a saber qué. Por lo tanto se dedico a juntar sus pocas pertenencias y conseguir que un vecino amable los dejara en la dirección que le dio anotada en el papelito.
Ella mientras tanto, se volvió a tomar un colectivo.
Dardo estaba casi borracho. Esta vez no le importó si alguien la había visto llegar. Pero Beba miro para todos lados y entró rápido.
Su hermano se desplomó en un sillón.
—¿Y ahora qué querés hermanita?. Ya te dije que no sé nada.
—Si, ya sé. Pero mirá vos que casualidad... yo escuche exactamente lo contrario.
Dardo se sentó como decidido a prestar más atención.
—¿Qué te dijeron a ver?
—Que vos sabías bien quien empezó el rumor.
—Y te lo dije, seguro que fue el Turco.... pero vos te encargaste de que cerrara la boca, ¿no?. No se pudo probar nada, no hubo cuerpo. Pero todos saben que vos esa noche fuiste a verlo.
—Y a vos te vino cómodo para no devolverle la guita que le debías, ¿o no?
—No te voy a negar que me hiciste un favor.
—Nunca pensé que mi hermano pudiera ser tan cínico. De cualquier manera te tengo un par de detalles más. ¿Querés escucharlos?
—A ver...
—Esa noche fui a ver al Turco con el revolver en la mano. Estaba histérica. Le pedí que me diera la escritura y se negó. Me quiso contar una historia de cómo no la tenía él y de cómo vos se la habías dado al usurero, y de que, en realidad le debías tanta guita que la escritura ya no servía para nada. Yo no le creía, y le dije que además tenía otros motivos para hacer lo que hacía... levante el revolver de nuevo...
—¡Esa es mi hermana!
—Pero cuando me dijo que no entendía como podía defender a un tipo que me vendía al mejor postor para apostar en las carreras me volvió a la cabeza una cosa que me gritaron una vez....
La cara de Dardo pasó sin escalas del rojo vino al blanco.
—Y empecé a averiguar y me enteré que le habías prometido a medio mundo que me ibas a convencer de ir a la cama con ellos, si a cambio te daban plata para apostar. Ayer vine a darte la última oportunidad y me mentiste de nuevo— y sacó el revolver de la cartera....
Dardo gritó del susto. El alcohol se le había disipado del todo. Su cerebro buscó algún pretexto para convencer a su hermana de que no disparara.
Mientras, Beba seguía hablando.
—Y bueno, finalmente me enteré que habías pegado unas cuantas apuestas, que habías recuperado la casa y que además, guardas bastante guita en la caja fuerte que era del viejo ¿no?.
—Si, y lo podemos compartir todo...
—Yo no quiero compartir nada, te dije que el día que encontrara al turro que había dicho por el barrio que yo era puta lo iba a matar....
—¡No podes matar a tu hermano!—Tenés razón. Por eso no te voy a matar yo. Te va a matar él – dijo señalando un punto poco preciso en la oscuridad del patio interno de la casa chorizo.
Dardo trastabilló al retroceder. La cara era inconfundible. Miró a Beba sin poder abrir la boca.
—Te decía que cuando me dijo que no entendía cómo podía defender a quien me vendía no pude matarlo. Pero a él le convenía desaparecer... No te va a matar tu hermana... te va a matar un muerto.
Se dio vuelta y salió de la casa. Le cayo una lágrima cuando el disparo le retumbó en la espalda. No sabía si de alivio, de culpa, de alegría o todo junto.
***
Tenía mirada fuerte La Beba. Alzó la cabeza y sonrió como siempre. Con la misma sonrisa vacía con la que le decía a la policía que no entendía cómo las huellas en el arma pertenecían a alguien llamado Julián Chammas si ese hombre estaba muerto desde hacía años. La misma sonrisa con la que decía que se había distanciado de su hermano por las apuestas y que no sabía quién de todos sus acreedores podía querer matarlo. La misma sonrisa con la que salió de la seccional, con la que cruzó el parque, esta vez sin necesidad ni urgencia.